domingo, 18 de septiembre de 2016

Técnica y Civilización o Lo que ha hecho de nosotros la historia; cuatro siglos de máquinas

Parte 3

Implicaciones éticas y estéticas de la industrialización

Trabajo de fábrica, trabajo de mina

   Mumford establece una relación estrecha entre la mecanización, la guerra, la minería y las finanzas.   

El desarrollo de los hechos históricos y las cualidades intrínsecas del capitalismo, la minería y la guerra ponen en manifiesto la relación de los tres con la máquina; lamentablemente, el factor unificador que más resalta es la orientación de todos ellos por lo no orgánico. Esta cualidad está presente en la galería de la mina y en el impulso anti-vital de la guerra. La fase paleotécnica estará también caracterizada por su abandono de lo orgánico (aunque en la fase neotécnica se intente una reinversión a ese respecto), amén de la condición artificial que tiene la máquina por defecto. Aquí cabría preguntarse también por la inclinación anti-humana del capitalismo, que toma la actividad de aquella como un patrón deseable.

   La minería hasta el siglo XV no fue desarrollada dado que se consideraba como una de las más bajas de las actividades, similar a un castigo o a la condena de la mazmorra. Cuando empieza a cobrar importancia lo hace a pesar de las condiciones deplorables que imponía a los mineros (en sus inicios mayoritariamente eran niños y mujeres usados como bestias de carga que interesaban sobre todo porque su tamaño permitía economizar recursos al agrandar el tamaño de las galerías).

Niños dejándose las espaldas en el trabajo de la mina [1]

   La minería, dice Mumford, "alimenta el arca de la guerra"; es en forma de la artillería producida en base a hierro que la minería paga su deuda contraída con la pólvora (Mumford, 1971:  93 y 106). Las minas se vuelven un objeto susceptible a ser tomado como garantía para los prestamistas que financiaban tanto la producción de armas como los salarios de los soldados. La guerra necesita de la actividad minera, la mina se vuelve tan importante que se convierte por medio de estos intercambios entre prestamistas en una empresa financiera; también la guerra devendrá en especulación, fruto de la incertidumbre que ocasiona invariablemente. 

   La extracción de carbón, por su lado, permite una acumulación de energía potencial que mantiene reservas independientes de las condiciones climáticas. La extracción y acumulación de estos productos representa una disociación de las constricciones del medio. El carbón es energía almacenada y los metales son recursos que adquieren su valor por dos cualidades que no tienen nada que ver con su función vital: escasez y trabajo requerido para obtenerlos. La extracción de hierro y oro ilustran la acumulación de riqueza lograda en base de realización de trabajo mecánico; esta idea va de la mano con la de la cantidad limitada del recurso: a más trabajo, más producción; a mayor producción, mayor beneficio[2]

   Con todo, la minería "es la peor base local posible de una civilización permanente" puesto que en cuanto se agotan las reservas de la superficie cada unidad aumenta en costo y en efectos residuales. Cuando tiene que cerrarse una mina, la explotación ha dejado una parcela de tierra agotada, un ambiente sucio, un paisaje ingrato (Mumford, 1971: 176). Sin embargo, como Le Play expresa (en Mumford 1971: 381), "la cosa más importante que sale de la mina es el minero". Esto podría deducirse de cualquier otra ocupación, el horno produce panaderos, por ejemplo; la diferencia es que el producto de la mina es estéril y está, a ojos de Mumford, estrechamente relacionado con el mundo neutral y objetivo que se crea distinguiéndose de los datos primarios de la experiencia.

   Antes he hablado de la fase eotécnica y de los efectos del reloj como una de las principales condicionantes de vida que fueron necesarias para situarnos en un régimen mecanicista; Mumford continúa el análisis abordando las instituciones que fueron ancladas en esta segunda fase.

   Considera que la guerra fue el primer propagador de la máquina. Además de todas las invenciones desarrolladas por los ingenieros militares, la guerra dio lugar a una industria estandarizada a gran escala: a producción en masa de útiles (bayonetas, fusiles) y de símbolos (el uniforme es el emblema que distingue al ejército en sus desfiles). Por si fuera poco, la guerra alimenta la producción puesto que es una productora de desgracia y destrucción.

   La guerra estimula así una invención repetitiva, el ejército aspira a la simplificación que mejor imite la regularidad de la máquina. A este punto, Mumford  (1971: 115-116) resalta la producción de una psicología de masa, menciona que "el ejército ha sido generalmente el refugio de las mentes de tercera clase" y pone en relieve que el juicio del soldado raramente entra en acción tanto como su cuerpo.

Niña con mascarilla (una niña que bien podría haber salido de una zona 
de peligro de guerra o jugar cerca de una fábrica de tóxicos).

   La forma de la máquina no nace de los gremios artesanos más cooperativos sino en esta clase de paisajes estériles y es por eso que su productos tienen que ser repetitivos y desprovistos de todo lo que interfiera con la eficacia de su producción.

Es durante el surgimiento de la fábrica cuando los procedimientos industriales se conjugan con la aplicación de energía hidráulica para dar lugar a ese sitio separado del hogar y del taller cuyo objetivo es la producción a gran escala. Este lugar idealmente era el sitio que conjugaría armonía, orden y cooperación, pero las condiciones imperiosas de agilidad y rapidez restaron importancia a estos otros elementos, amoldándolos en la regimentación de la industria, bajo la cual hubo que poner al servicio a un ejército de obreros.

   La fábrica no habría sido posible de no ser por aquellos otros escenarios que le antecedieron, y por los hábitos y valores que se suscitaron entonces, parte del paradigma que nos sigue gobernando. Creo que con esta observación queda expresada la postura del autor (Mumford, 1971: 232): si bien la máquina cambió nuestros paisajes e influyó en nuestros hábitos de pensamiento, son los valores axiales de la cultura industrial, la aceleración y el progreso, los que conforman otra parte, imprescindible, para la creación de dicho sistema. 

   Esta visión de influencia recíproca hace énfasis en la relación necesaria que hay entre un organismo con su medio para dar razón a un invento. La máquina es, pues, el producto cultural del hombre industrializado y los efectos de esta creación en los medios donde predominaron (la mina y la guerra) se hacen visibles en la actividad social de la fábrica. 

   No puede menos que reconocerse la perspicacia del autor y la agudeza de su estudio (ciertamente antropológico) al observar la máquina como un elemento más articulado en toda la trama sociocultural. Ahondaremos en otras implicaciones de esta índole más adelante, de momento veamos a dónde nos lleva la mecanización con respecto a la producción.

   
Consumo

   La fase Paleotécnica ya está instaurada para mediados del siglo XVII; la Revolución Industrial se ha definido como una nueva forma de vida, la naturaleza ha sido dominada y es en buena parte gracias a la introducción del carbón como fuente de energía. Del complejo hierro y carbón surge una nueva civilización que cuenta con una dinámica característica de producción y consumo (Mumford, 1971: 176).

   El progreso (que ya opera en ciclos que no pueden ser detenidos) está dirigido al consumo y con éste se ha abierto una vía en la que hay que encauzar la voluntad individual. En términos de sacralidad usados por la antropología simbólica y religiosa, el Cielo ya puede ser creado en esta vida: existe por medio del lujo y la riqueza; lo mejor del asunto es que si antes esta bonanza era reservada a la corte, gracias al desarrollo y a la producción masiva, se extiende al grueso de la población, con una voracidad redoblada especialmente tras la Revolución Francesa (Mumford, 1971: 122-123). 

   A partir de entonces es que los hombres compartimos ideales de acumulación; la abstención y el trabajo son virtudes que se premian con riqueza acumulada y la ociosidad es prácticamente un pecado. El bien y el gasto se han convertido en una nueva necesidad social, la buena vida se confunde con los bienes de la vida. La máquina trajo la apariencia del orden y la promesa de llenar el vacío que dejó el dios cuando dejó de aparecer en el cielo, cuando las lentes nos demostraron que no estaba visible ni en las galaxias más lejanas. Pero este orden tenía un precio: requiere de un ritmo específico, "la máquina llegó a nuestra civilización, no para salvar al hombre de la servidumbre de formas innobles de trabajo, sino para hacer más extensamente posible la servidumbre a innobles normas de consumo" (Mumford, 1971: 125), lo que no dejaría de tener consecuencias a nivel social.


Progreso, competitividad y lucha de clases

   Mientras que los horarios a destajo, la inmolación laboral por un poco de comida y la des-educación mantenían cautivas a las clases más bajas, las otras, con ventaja en educación y recursos no estaban menos apegadas al ideal del trabajo. El Progreso se había convertido en la doctrina cardinal de este estrato.

   El mundo se manifestaba palpablemente diferente ¡y avanzando! Se habían mejorado las condiciones de calefacción de los hogares, descubierto nuevos reinos de la física con la implementación del cristal en las herramientas de observación, la medicina había logrado descubrimientos significativos... todos estos logros remodelaron en reino de la razón; se había abandonado la superstición y eso no podía ser sino una mejora. 

   Pero no sólo habíamos superado los dogmas religiosos que nos mantenían ignorantes: habíamos alcanzado la velocidad. Éste y no otro era el verdadero parámetro del valor, "el valor era de hecho movimiento en el tiempo" (Mumford, 1971: 202; subrayado en el original). 

   Definitivamente la vida antes tendría que ser varios siglos más sucia, ignorante y lenta; sin duda era avance (y riqueza) todo lo que en conjunto estábamos acumulando. Y si todos estos avances no fueran suficientes para legitimar la necesidad del trabajo y su capacidad de hacer al humano libre, nos encontramos con los tratadistas que explicaban el nacimiento de la burguesía.

   Malthus generalizó el problema de que la población incrementaba más rápido que los recursos; resaltaba que la luchas verticales y horizontales que ya se llevaban a cabo se harían aún más agudas por el acceso a los escasos recursos. Es en base a esta noción que Darwin y Wallace proyectan la idea de la lucha por la vida y la supervivencia. 

   Con estas nociones quedarían justificadas otras: la lucha del mercado no es otra cosa que la extensión de la lucha por la existencia; la nueva burguesía es una clase de individuos mejor adaptados que, sin importar compromiso moral o escrúpulos, podían dominar a otros que lo habían sido menos; se justificaba, sobre todo, la necesidad de más progreso y más producción para suministrar las necesidades de la población. La vida se había transformado en un campo de batalla y competición. En torno a este paradigma ya no nos extrañan los escenarios como la mina, la trinchera, los vertederos o las fábricas.

   Mumford describe este panorama como el producto de una nueva clase de hombre, el Homo economicus, cuyo objetivo era la adquisición de ganancia a través del ahorro, el sacrificio, el apoderamiento de los recursos y el trabajo. Así, la vida ya tenía una lógica propia; se juzgaba por la extensión con la que servía al progreso, aunque éste no se juzgara por la extensión con que servía a la vida (Mumford, 1971: 207). Por más ilógico que esto pareciera, la racionalización elaborada de las condiciones económicas dominantes dotaron al progreso y a estas actitudes de una legitimidad tal que aquellos que se atrevieran a cuestionar el progreso eran tratados como herejes y arrojados fuera de la sociedad[3].

   Este sesgo antisocial y antihumano dejo su huella y fue percibida y acusada por Marx como la eliminación de la capacidad individual de desarrollar su trabajo en los procedimientos de manufactura, lo que ocasionaba la alienación del trabajador y lo transformaba "en un lisiado o monstruo, forzándole a desarrollar alguna destreza altamente especializada a expensas de un mundo de impulsos y facultades productivas" (en Mumford, 1971: 162).

   La especialización hubiese sido imposible en la época en que el artesano controlaba su herramienta. El trabajo asalariado sustituye la disciplina y el aprendizaje del taller por la producción para el beneficio privado. Sin tomar en cuenta el proceso de apropiación de los medios de producción, diré que el tránsito al capitalismo ocasionó una reestructuración de los objetivos humanos con respecto a la llegada de la máquina. La intención de intensificar la vida y refinar los sentidos, agudizándolos mediante herramientas y facilitando el trabajo mediante útiles y máquinas durante fueron sustituidos por otros nuevos, impuestos en la esta fase, en el siglo XVIII (Mumford, 1971: 164-169). 

    Durante el periodo eotécnico, el evangelio del trabajo comenzaba a gestarse pero no dominaba el campo emocional ni el intelectual. En la segunda fase (antes descrita) se impone y domina todos los resquicios de la vida del hombre. Por esto fue necesaria la lucha de clases poseedoras y trabajadoras para intentar disolver y humanizar el sistema de producción. La lucha fue continua y se dirigía al sistema mismo; era necesario que el derecho del obrero fuera brutalmente violado para cuestionar todo el paradigma.

Más y más trabajo infantil. Después las máquinas desplazan a los artesanos y no queda otra que 
seguir a Ned Ludd y rebelarse contra semejante insensatez.


   Lo curioso es que este cuestionamiento no se observa en la fase paleotécnica. En esta, el trabajador aspira a obtener una mayor parte en la obtención de ganancia pero no una participación responsable en la producción, ese es "el gran foso entre la artesanía y la economía de la máquina".

   En definitiva, la gran aportación que Mumford hace sobre la teoría de Marx es el cuestionamiento no sólo la estructura de la producción mecánica sino del paradigma como complejo total y de sus implicaciones.  

   Mumford revisa a posteriori las propuestas de Marx sobre el proletariado: El tiempo demostró que el crecimiento de la clase media sustituiría la lucha predicha entre el proletariado internacional y la burguesía internacional, también, que el nacionalismo que él creía moribundo cobraría nueva vida; por último que la alienación entre país y país y la lucha entre Estados por el dominio de zonas explotables, socavaría la unidad del proletariado.  Así mismo, ofrece una visión del papel del Estado como símbolo mágico que mantiene vivo un ritual colectivo por conjugar en sí el poder que derroca el complejo de inferioridad del individuo y lo lleva a identificarse con las ventajas materiales que le prodiga. La utilidad de la producción mecánica está en que ofrece al ciudadano la posibilidad de satisfacer incluso su "odios candorosos y las manías y los deseos de fuerte" (Mumford, 1971: 213).

   En función de estos impulsos ordinarios me gustaría hacer algunas observaciones sobre algunos aspectos idiosincráticos y organizativos que se manifiestan en el consumo y producción postindustrial, formas ideáticas generadas en la mina tan similares a las del ejército y a la industrialización en sí misma.


Implicaciones culturales

   En el espíritu capitalista pueden encontrarse formas de "esterilización" o mecanización que también se observan en la minería y que Mumford relaciona también con la objetividad y asepsia intelectual a la que aspira el método científico. La demolición y devastación minera está justificada por los beneficios inmediatos; el sacrificio humano y desgaste del recurso está compensado por la aportación que hace a la industria. La explotación debe presentar máximos beneficios por el menor costo posible, incluso si esto implica la degradación humana[4].

      Habría que hablar de las implicaciones que tuvo esta lógica tanto en las condiciones de vida como en el adormecimiento intelectual que obligó; así mismo, explicarlo a través de la idea que fue capaz de dar continuidad a las condiciones casi barbáricas de la época del surgimiento industrial. 

   Cuando Kant propuso la doctrina de que el humano debería ser tratado como un fin en sí mismo y no como medio, lo hace en medio de este panorama en el que el hombre es justamente utilizado como medio para lograr una producción mecánica más barata (Mumford, 1971: 191); el hombre era tratado como un medio para la actividad de la máquina, una pieza más de ella.

   Además del desgaste vital, del daño al cuerpo y las condiciones miserables de la vida individual y de la ciudad, el sistema imponía dominar y controlar la voluntad del trabajador para que no hiciera daño al "conjunto" industrial. Había que castrar la pericia, disciplinar su miseria y cerrar toda ocupación alternativa mediante el monopolio de la tierra y la educación, así, el régimen industrialista estaría fundamentado en la miseria, la ignorancia y el miedo (Mumford, 1971: 192-193).

   Pero no sólo en eso, por más que intentemos explicarlo por medio de la dominación en las relaciones de producción y el control de masas, "no puede entenderse la técnica a menos que se aprecie la deuda que tiene contraída con la mitología" (Mumford, 1971: 200). Intentaré explicar esta cosmología a recurriendo nuevamente a las categorías de tiempo y espacio, esta vez con el concepto añadido de aceleración; a la relación con el medio y finalmente con respecto a las nuevas formas de organización social.  

La Deux ex Machina era el aparato que se utilizaba en las representaciones 
griegas para hacer aparecer a un dios en escena en el momento clímax. En la 
apoteosis el pueblo acepta y aclama a la máquina y a dios a la vez, una y otro legitiman 
su existencia a través del funcionamiento del entramado ideológico mecánico.

   Es verdad que el control sobre la tierra y la educación fue igualmente ejercido en la etapa feudal y que este nuevo período representa un salto en los regímenes políticos; sin embargo no se puede pasar por alto  el hecho de que la actividad humana, vital, individual estaba constreñida al trabajo industrializado. En 1750 el evangelio de la gracia y salvación tuvo que ceder lugar al del trabajo, dos siglos después el trabajo ya se había convertido en la doctrina popular: era, con mucho, la dimensión dominante y la única forma de dotar de legitimidad la dignidad individual.

Tiempo y aceleración


   La productividad en el trabajo, cuyos componentes son el tiempo y la energía demanda un aumento de la segunda y reducción del primero. La energía es la que alimenta al trabajo y le permite alcanzar mayor velocidad, a esta lo apoyan nuevas formas de suministro de energía que ya superan las limitaciones naturales: la acumulación de carbón permite su uso más allá de las inclemencias del tiempo.

   Así mismo, el trabajo efectivo persigue el ahorro del tiempo, con esto será necesario contar el ritmo de trabajo en base a un sistema mecánico de cómputo de tiempo; los relojes se producen en Suiza de modo accesible desde 1880; en 1875 se impone el tiempo estándar y los usos horarios por los ferrocarriles. La forma de trabajo ocasionó que el tiempo fuera un artículo en tanto que el dinero se había vuelto un producto (Mumford, 1971: 219).

  La fase de la paleotécnica implica la inmersión del espíritu humano en el concepto cualitativo de poder y producción. El industrialismo es una etapa paradigmática en la que prima la producción de gran cantidad de artículos en masa y los respectivos perfeccionamientos mecánicos para llevarla a cabo a un ritmo acorde con el consumo de la urbe.

   De hecho, las condiciones y el ritmo de producción impuesto por la máquina demandan modificaciones en la vida práctica que otras civilizaciones no habían estado dispuestas a asumir: al encontrarse con mayores recursos una respuesta cultural común es hacer menos trabajo, menos esfuerzo; esta corriente iba evidentemente en contra de muchas tendencias vitales, por lo que sería necesario explicar cómo llegó a considerarse este un adelanto deseable.

   Hasta aquí el cambio de valores apunta a lo que Mumford llamará materialismo sin objetivo (Mumford, 1971: 293), se genera una "subjetividad hueca", cuyas repercusiones se hacen notar en el complejo social. El esfuerzo de la máquina sustituye además la organización efectiva y la adaptación biológica sensata (Mumford, 1971: 295); su uso dio carta blanca a la ineficiencia social. 

   Mumford habla de La Tragedia del Derroche de Stuart Chase y del experimento de Redelet sobre la economización de la energía. Redelet midió el esfuerzo necesario para mover un bloque de piedra cuadrado demostrando que su masa de 1.080 libras podría ser arrastrada con sólo 22 libras de fuerza, ilustrando una forma más eficaz de hacerlo que las máquinas que emplean 758 libras para levantarla (Mumford, 1971: 294- 295). Mumford explica que la mecanización da lugar al uso desmedido de energía, bajo la ilusión de que disponemos de energía infinita para llevar a cabo cualquier proyecto.

   La lógica de la producción masiva está ligada a estos métodos indirectos e ineficientes de uso energético que son preferidos en la mecanización industrial y financiera a gran escala. La paradoja es que la legitimidad de la industrialización se posa en los conceptos de necesidad y escasez, nociones de que olvidamos fácilmente cuando la máquina se pone en acción... al fin y al cabo, dado que se inventó para satisfacer la necesidad (creciente) de producción, acaso llegamos considerar absurdamente que su existencia significa la abolición de la escasez. 

    La concepción del derroche es, para Chase, una tragedia como se expresa en el título de su libro antes mencionado, y lo es también pragmáticamente, como demuestra la situación ecológica actual. Tres décadas antes de la fundación del Club de Roma, Mumford ya vaticinaba para aquellos "filósofos naturales, racionalistas, experimentadores, mecánicos, gente ingeniosa, seguros en cuanto a su meta y confiados en su victoria que pregonaron el alba y anunciaron cuán maravilloso era, cuan maravilloso sería el nuevo día traerían consigo no sólo el cambio en las estaciones que anunciaban sino un largo cambio cíclico en el clima mismo (Mumford, 1971: 77). 

   En la siguiente parte hablaré de la aparente dilución de la relación del hombre con su entorno, circunstancia sin la que es imposible explicar aquella afectación sobre el medio.



[1] Foto cortesía del Archivo Histórico Minero 
http://www.archivohistoricominero.org/portfolio-category/nios-mineros/page/4/

[2] Los metales no solo son necesarios para el desarrollo de la máquina y de la industria sino que con ellos la abstracción del valor quedará definitivamente legitimado.

[3] Si bien Mumford no llega a hablar de sacralidad como tal, la expresiones como mito, doctrina, dogma y herejía de con las que se vale para explicar la realidad paradigmática de la industrialización nos remiten directamente a este concepto. La similitud en ideas que comparte con Weber se ve en este caso complementada las ideas que él aporta en este campo.

[4] En esta alquimia de obtener beneficio de la nada es muy similar a la de la guerra, se juega con la posesión, la destrucción y la aparición espontánea de nuevas riquezas.

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