viernes, 7 de abril de 2017

Los hombres y la naturaleza


Ensayo sobre contextos, epistemologías y el continuum naturaleza-cultura


   En su artículo "Los seres de la naturaleza" Philippe Descola utiliza un término clave para designar los fundamentos de la cultura occidental[1]: el "milagro griego" refiere a la distinción entre los hombres (quienes conocen) y aquello que les es cognoscible. Esta forma de pensar, puesta en marcha desde los orígenes de la filosofía de la naturaleza, aísla a su objeto de estudio como "una esfera autónoma en donde la presencia de los hombres sólo es perceptible por el conocimiento que ellos producen de ella" (Descola, 1996:131).

   Entendemos que esta gran división está presente en el pensamiento occidental manifestándose en dos modelos principales de comprensión del mundo: el primero que distingue al hombre de la naturaleza[2], y el segundo, derivado del primero, en la noción de civilización; esta última apela al espíritu científico y lo distingue del espíritu pre-científico (Latour en Martínez, 2004: 3).

   La idea de este trabajo es observar cómo el pensamiento científico occidental se moldea en gran parte por las prácticas sociales de producción y consumo en las que se desarrolla y cómo estas se han enfrentado con otras cosmologías y epistemologías distintas; que también convendrá analizar de acuerdo a su contexto propio; finalmente, intentaré observar la influencia que tienen unas sobre otras.

   Volviendo a Descola y al milagro griego, vemos que la episteme occidental está fundamentada en la premisa de la objetividad, idea que remite a la existencia independiente de los fenómenos de modo que el hombre puede observarlos desde fuera. Según parece, esta separación será el principal factor de inconmensurabilidad con otras culturas, que desarrollan su comprensión por medio de una aproximación pragmática en la que el sujeto es difícilmente disociable de su entorno.

   Esta primera aproximación será útil para realizar un recorrido por diferentes epistemologías que han sido registradas por diversos estudios de etnoecología. Resulta importante resaltar la diferencia conceptual que conllevan estas formas de ver el mundo puesto que se hace patente que un factor clave para comprender la diferencia de cosmovisiones es tomar en cuenta las prácticas en las que se insertan.

   Una vez analizados los puntos de contacto (y de tensión) entre diferentes epistemologías me gustaría abordar los efectos de estas interacciones en la propia tradición científica. Me referiré a textos de antropología ecológica como puentes hacia la comprensión de estas distintas ontologías y explicaré por qué se les designa de esta manera desde el perspectivismo.

   Por razones de espacio, no me detendré a abundar en este fascinante terreno impulsado por Viveiros de Castro y Bruno Latour, pero sí quisiera que sus aportaciones enmarcasen los estudios que aquí presento, tomando en cuenta que son las aproximaciones que estos antropólogos hacen a otras dinámicas de vivir el mundo lo que nos acerca a otra forma de comprenderlo.

   Comenzaré, pues, por algunos trabajos etnográficos que legitiman la funcionalidad y adaptabilidad de formas de organización locales o autóctonas frente al modelo de desarrollo liberal-capitalista, para después dar paso a los principales ejes de problematización que se observan en el contacto entre ambas y terminar esbozando los efectos de esta interacción en la epistemología occidental.

   Uno de los trabajos que vertebra todos los factores que abordaremos aquí fue realizado recientemente por investigadores del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambiental de la UAB. En "El conocimiento ecológico tradicional como forma de adaptación al medio", Ana C. Luz et al. abordan las ideas que analizaremos en este recorrido, a saber:

1) El reconocimiento de formas de conocimiento sin hacer alusión al método científico para su verificación sino al empirismo del que provienen (Luz, 2015: 306).
2)  El análisis de cómo este conocimiento opera en los individuos, dentro de su contexto particular y articulado con las prácticas sociales (ibíd. p. 310-314).
3) La existencia de sistemas clasificatorios significativamente distintos a los nuestros que resultan de parámetros de comprensión y actuación aparentemente inconmensurables (ibíd. p. 315).
4) La preocupación de antropólogos por la identidad cultural que implican estas formas de conocimiento  y cómo están siendo afectadas por el proceso de globalización (ibíd. p. 319).

 Validez y reconocimiento del (los) otro(s)


¿Quién es el otro y cómo se le reconoce / distingue?

   Para tratar el tema de los distintos tipos de conocimiento tradicional tenemos que tomar en cuenta, antes que nada, que estos se rigen bajo praxis distintas y que por lo tanto escapan a nuestros sistemas de validación. Hablaré del grado de adaptabilidad en el ecosistema de la formas de conocimiento locales, pero antes algunas referencias teóricas.

   Recordemos que, en su origen, la antropología es la ciencia diseñada para el estudio de tribus primitivas o poco desarrolladas. A partir del particularismo norteamericano esta concepción comienza a cambiar al reconocer la(s) cultura(s) como un mecanismo adaptativo particular al contexto propio en que se genera. Posteriormente, los británicos Evans Pritchard y Peter Winch abrirán un nuevo capítulo en esta línea con el debate sobre la racionalidad; cuestión que empieza por aludir a la singularidad de los procesos de conocimiento de otras tribus y termina por cuestionar la capacidad que tenemos de acceder a su comprensión desde marcos conceptuales radicalmente distintos. Por esas mismas fechas, Julian Steward y Roy Rappaport trabajarían desde la ecología para dotar al entendimiento de estas formas organizativas con un anclaje físico, mesurable y objetivo: la adaptación eficaz al medio y la capacidad de preservarse dentro del mismo, asumiendo las culturas como "participantes del sistema ecológico" (Rappaport, 1985: 265).

   Esta última línea, enfocada a cómo la cultura es afectada por su adaptación al medio ambiente y viceversa (ibíd.), dará lugar a estudios de antropología y etnoecología, donde se valora la adaptabilidad ecológica de modelos de producción locales, insertos en parámetros de la economía moderna global.

   Intentaré demostrar que, dentro del crisol de sistemas productivos estudiados en etnografía, el uso, convivencia y mantenimiento de la diversidad de recursos locales es una de las manifestaciones constantes que se registran en las formas de subsistencia. La simbiosis que existe entre las culturas indígenas y la biodiversidad se ve reflejada en hipótesis como la de la coevolución[3] que nos exponen que un sistema inverso -es decir, homogeneizante- genera el efecto contrario: la extinción de la biodiversidad[4].

  La pérdida de biodiversidad es uno de los principales índices del deterioro ambiental lo que la convierte en uno de los objetivos estratégicos para el futuro del planeta desde diversos discursos conservacionistas (Escobar, 1999; Acosta, 2007).     

   A partir de sus estudios en Extremadura, Rufino Acosta observa la relación de la biodiversidad con la producción local a partir del manejo del sector campesino sobre recursos diversos; desde el suministro de energía y la adecuación a ritmos estacionales de producción hasta la creación de agroecosistemas en la multiplicidad de paisajes, la diversidad es a la vez condición y resultado de la producción (Acosta, 2007: 2). En oposición a esto, se añade que la agricultura industrial tiende a simplificar los agroecosistemas en modelos de producción masivas que resuelven los problemas de cultivo con energías fósiles y añadidos químicos (ibíd. p. 6), hecho del que puede implicarse una reducción de la diversidad.

     Y efectivamente, Efraín Cruz Marín (2006: 24) reporta la extinción de hasta un millón de especies relacionada con la implementación de formas de agricultura y explotación masivas desde finales del siglo XX. Esto nos llevará a la problematización -el choque del que se hablaba antes- de los mecanismos de la economía occidental, confrontados con realidades sociales y ecológicas locales. Salen a relucir problemas estructurales a los que cabe prestar atención.

   Si por un lado la dependencia de las comunidades campesinas por el ecosistema las induce a un "manejo apropiado de los niveles de organización de la naturaleza" a través de sus técnicas agrícolas (ibíd. p. 37) las distintas posturas liberales y neoliberales se valen de la tradición epistemológica de diferenciación de la Naturaleza como algo externo, objetivable y manipulable para reconceptualizarla en algo insertable en el sistema de mercado y en la noción de capital (Gudynas, 2010; Polanyi, 2001)[5].

   Sin embargo, por más que la tecnología haya sabido modificar la Naturaleza, no puede despreciarse la influencia que ésta ejerce sobre nuestra subsistencia. Oleadas de movimientos ambientalistas ponen en evidencia la crisis ecológica y los diversos riesgos que implica para la subsistencia humana. Aunadas a estos movimientos, nuevas corrientes en las ciencias permiten repensar nociones tales como cuerpo o naturaleza como parte de un sistema más complejo, integrado y cada vez más indiferenciado[6].

   Ahora que parece que nos hemos acercado a una validación racional y objetiva de formas de pensamiento antes consideradas como pre-científicas, pre-lógicas, o incluso primitivas, quisiera tratar la problematización abordada en distintos estudios etnográficos respecto al choque entre formas de conocimiento local y las prácticas productivas hegemónicas, todo inserto en un contexto postcolonial.

 Colonialidad, un asunto material e ideológico


   Isabel Ruiz-Mallén da cuenta de uno de los encuentros problemáticos que se dan entre los grupos nativos y el modelo extractivista. Se trata del caso de los tsimane' en la Amazonía boliviana, víctimas de la apropiación de sus recursos y territorios por las industrias petroleras (Oxy, Petroperu y Pluspetrol). El conflicto sociocultural se pone de manifiesto cuando leemos que una de las principales trabas que encuentran estos grupos para la defensa de sus propios recursos es que "no disponen de herramientas legales para ejercer plenamente la titularidad de su territorio, lo cual facilita la invasión de sus tierras ancestrales y la deforestación por parte de colonos, ganaderos y madereros, y puede generar conflictos entre las mismas personas del grupo indígena destruyendo su tejido social" (Reyes-García, et al., en Ruiz-Mallén, 2012: 16). Con esta cita, la investigadora nos trae de vuelta al problema de la colonialidad.

Según el discurso colonial el salvaje está en espera de ser domesticado.

   Debido a particularidades históricas, productivas, expansivas y de desarrollo, Occidente se ha visto muchas veces obligado a interactuar con pensamientos y culturas inconmensurables a la suya. En el marco de la colonización este proceso ha estado caracterizado por una doble imposición: por un lado el dominio sobre recursos, territorios e incluso poblaciones enteras y por otro el de la prevalencia de una racionalidad propia sobre otras a las que se considera dignas de salvar o hacer desarrollar hasta una comprensión adecuada de la naturaleza[7].

   El proceso de conquista y colonia están simbólicamente asociados con el dominio de la Naturaleza y de lo salvaje (Gudynas, 2010: 269, el subrayado es mío); aquello que provocaba espanto, espacios potencialmente peligrosos, serán convertidos en "gratos y habitables", la implantación de la civilización en lugares deshabitados o inhóspitos[8] sería una justificación para el sometimiento de otros pueblos (ibíd. p. 270-271).

   Pero estos procesos de acaparamiento de recursos encuentra frenos en distintos hechos. La constitución en Naciones-Estado de toda Latinoamérica y África permite (o dice hacerlo) un manejo autónomo de los recursos locales; a esto se suman las alertas sobre la problemática ambiental que genera una polémica sobre la idea del crecimiento económico perpetuo poniendo en consideración los límites y capacidades reales de dichos sistemas (ibíd. 276).

   Por otra parte, la defensa ambientalista de la biodiversidad y la conservación de ecosistemas abre una línea al reconocimiento de cosmovisiones distintas. Un ejemplo claro es el expuesto por Gudynas (2010: 283), el concepto andino Pacha Mama fue invocado y abanderado por campesinos, ambientalistas, académicos y políticos al grado de quedar plasmado en la Constitución del Ecuador. Aunado a esto se alude cierta "inferioridad moral occidental" en relación a la destrucción ecológica del Nuevo Mundo tras su conquista. [9]

Esto nos da una panorámica un poco más diversa de la cuestión socioecológica, con todo, uno de los motivos que impulsan el presente trabajo es el análisis de cómo opera e interactúa la epistemología occidental en oposición a otras formas de conocimiento. En el siguiente apartado veremos formas de legitimación de los que se vale la ciencia para distinguirse de aquellas otras cosmologías.



La distinción

   La antropología no sólo ha desvelado como posibles, eficientes y viables formas de conocimiento distintas, también ha clarificado que su emergencia está ligada a cuestiones pragmáticas, históricas y sociales como la política cultural y ambiental o las reivindicaciones feministas (Ulloa, 2010: 10).

   A partir del posestructuralismo se han ido forjando herramientas para deconstruir las oposiciones occidentales modernas: naturaleza/cultura, cuerpo/mente, emoción/razón, hombre/mujer (ibíd. p. 9). Así es como se labran cuestionamientos críticos de la epistemología de la naturaleza; sobre las concepciones minoritarias y su posición jerárquica y finalmente sobre las estrategias políticas de defensa de estas formas de conocer los modelos de naturaleza (Escobar en Ulloa, 2010: 12).[10]

   Dicho lo anterior se entiende el papel de etnógrafos como Descola o Viveiros de Castro para la transformación de la perspectiva dualista en una re-categorización de las nociones occidentales. Pero volviendo a las relaciones políticas en que se inscriben estos marcos de entendimiento, recordemos la influencia transversal de las relaciones de poder en las nociones sobre naturaleza, ecología y medio ambiente. Sobre los procesos de negociación y resignificación a los que se ven sometidos podemos citar a Astrid Ulloa (2010) y a Arturo Escobar (1999).[11]

   Como parte de la deconstrucción propuesta por Escobar, se observa el papel de distintos rótulos que se han ido sucediendo en un desfile de propuestas esperanzadoras para el rescate de las formas de pensamiento y producción indígenas. Títulos como "Cooperación al desarrollo" "Desarrollo sostenible" o "Conocimiento indígena" se revelan como la legitimación de la marginalidad del pensamiento indígena (aquí daría lo mismo designarlo como primitivo).

    Michael Dove apunta la antinomia de autoprivilegios que se impone desde Occidente con estos términos al ser este sector el que tiene la autoridad burocrática para designarlos y así marcar una división que lo privilegia (Dove, 2002: 10). Sin duda, la distinción entre nuestro y su conocimiento es legitimada y preservada por quien porta la autoridad de demarcarla[12].

   En su estudio etnográfico sobre los cultivos de caucho, Dove cuestiona término como "pureza indígena" o "tradición", que no están en absoluto de acuerdo con la realidad estudiada. Como menciona "hay cada vez menos comunidades a las que se puede aplicar el rótulo "indígena", [este concepto] excluye a una parte demasiado importante del mundo [...] y puede incluso volverse contra la minoría a la que parece aplicarse" (ibíd. p. 12). El autor consigue demostrar que aquello que conocemos como conocimiento indígena es parte de un proceso intelectual más amplio (ibíd. p. 2) con implicaciones sociales, económicas, políticas y conceptuales, que nos recuerdan la transversalidad que tiene la negociación y significación de algunos términos en la estructuración de la comprensión del mundo.

   Dove no dudará en acusar a que la concepción dualista entre salvaje (indígena) y civilizado como un idea teológica (Dove, 2002:11). Si bien en este caso está citando a Derrida, igualmente podría haberse referido al Rappaport de Naturaleza, cultura y antropología ecológica que critica a las corrientes neoevolucionistas de haber producido "una conceptualización de la posición del hombre en la naturaleza no muy diferente de la posición teológica con la cual se ha enfrentado (Rappaport, 1985: 273). Ambos autores denuncian una cierta petición de principio en la autoridad de la ciencia para establecer en la validez de estas distinciones.

   En respuesta a esta problemática, las antropologías más recientes comienzan a posicionarse por la inclusión de diferentes cosmovisiones en el espectro epistemológico. Uno de los hitos principales en esta línea es el trabajo de Philippe Descola quien destaca en varias ocasiones la imprecisión con que la que se ha abordado el conocimiento indígena. En su artículo "El determinismo raquítico" (1992) invalida los argumentos que postulan que las tribus amazónicas no pueden desplegar un desarrollo cultural elevado debido a la precariedad de los recursos que son capaces de almacenar, demostrando con ello que el raquitismo se encuentra más en el conjunto de evidencia científica para afirmarlo que en el aporte proteico que su economía les suministra.

   En otro artículo titulado "Los seres de la naturaleza" observa que el pensamiento salvaje[13] de los Achuar despliega formas de saber taxonómico abundante, práctico, específico y generalizado en toda la población. Contrario a juicios que se habían hecho sobre el pensamiento primitivo, incapaz de valorar más información que lo que le fuese útil para su supervivencia, Descola (1996: 114) demuestra que este conocimiento no está ligado a criterios utilitaristas (cosa que no obstaba para que el Achuar manejara un dominio detallado de las prácticas de las especies animales y de las características particulares de la flora), así mismo, apunta que el principal fallo de las demostraciones deterministas es su carácter totalizante que "no permite dar cuenta de todos los casos particulares" y que, por lo tanto "pierde su valor heurístico" (Descola, 1996: 143).

   Al citar un caso en que otro investigador se vale de prohibiciones abstractas y no de prácticas efectivas para demostrar postulados deterministas, no sólo se desmonta una de las principales creencias separatistas de la epistemología occidental sino que se cuestionan los fundamentos racionales en los que se asientan sus propios discursos[14].

   Otra pieza importante en la inclusión antropológica de otras epistemologías es el perspectivismo multinatural de Viveiros de Castro, una propuesta para analizar los vínculos entre humanos y no humanos entre la multiplicidad de relaciones sociales (Ulloa, 2010: 15).

Philipe Descola en el campo. Estudio de los achuar en la década de los 70.


   Considero que estas líneas suponen un giro importante en la fundamentación epistemológica que distingue el conocimiento válido del pre-científico pero que, a pesar de ello, la mencionada distinción se presenta con distintas caras y problemáticas.

   Una de estas es el abanico de dificultades y enfrentamientos que tienen los grupos locales con las formas liberalistas de producción y explotación de recursos. Esta realidad, que se observa en prácticamente todas las etnografías de esta índole, representa una de las preocupaciones fundamentales a nivel ecológico, ético y étnico y pone en evidencia que las disputas por la significación siempre se encuentran englobadas dentro de mecanismos más complejos de poder y dominio.

   Por razones de espacio y complejidad, no podemos tratar aquí los marcos de enfrentamiento del capitalismo con las poblaciones indígenas manifestados en despojos, sobreexplotación y exterminio desde la conquista, lo que nos interesa es sobre todo hacer un repaso de cómo estas prácticas y conocimientos interactúan a nivel epistémico con Occidente.

   Para ello abordaremos la cuestión de la inconmensurabilidad de saberes, introducida -aunque demasiado radicalmente- por Peter Winch allende los años 60 y puesta en evidencia por Efraín Cruz Marín cuando distingue dos sistemas de conocimiento, el utilitario donde se considera que lo útil es verdadero y aquellos otros, tradicionales, que formulan criterios en los que lo útil es lo bueno (Cruz, 2006: 26). Veremos algunos de los factores que priman en la incomprensión de saberes sustancialmente distintos.


Inconmensurabilidades


   Hasta este punto, hemos hablado de distintas asunciones del mundo y de algunos de los enfrentamientos que conlleva su coexistencia. Nos hemos preguntado por la validez de estas formas de pensar, dando a favor del grado de adaptabilidad que demuestran desde el punto de vista de la antropología ecológica (las cosmologías indígenas "han demostrado constituirse en mecanismos de autorregulación social que permiten prevenir la sobreexplotación de un recurso" (Cruz, 2006: 26)). Yendo más lejos, incluso se ha apuntado el grado de desadaptación de nuestra propia estructura social generada en parte por la especialización ocupacional y las jerarquías administrativas características del Estado que disocian nuestro modelo percibido del operativo (Rappaport, 1985: 288).

   En todo caso, vemos una constante: la realidad material conjugada con un complejo intelectual o ideológico[15]. Sabemos que la cultura es un complejo formado por ideas y prácticas, las últimas condicionan las primeras que, a su vez, tejen el telar estructural sobre el que las otras se desarrollan. Creo que la etnografía, más que cualquier otra actividad científica pone este hecho de manifiesto. No nos sería posible comprender cosmovisiones distintas a las nuestras desde terrenos abstractos como la filosofía o el análisis del discurso si no se aplicara la observación y el registro de las pautas de vida cotidiana. Recordemos que el trabajo etnográfico se limita a observar cómo se adapta el conocimiento a nuevas necesidades de la sociedad y cómo este se mantiene a través de las prácticas.

   La antropóloga Mónica Martínez Mauri explica las condiciones de vida de la población de Kuna Yala, que se desplaza diariamente de las islas panameñas a la región continental en busca de leña y alimentos. Ella observa que el mar opera como "la realidad que les rodea" (Martínez, 2004: 2) y así, impregna sus procesos de objetivación, haciendo de ellos algo diferente a lo que nosotros conocemos.

   Los kuna definen sus sitios de pesca en base al fondo marino, la localización y la profundidad puesto que estos elementos definen las condiciones prácticas de pesca y navegación; los términos de captura de animales están diferenciados no por la distinción entre animales de tierra y agua (caza y pesca) sino por la forma en que son capturados (ibíd. p. 6-7).

   Podemos ver en esto dos cosas, la primera (anotada por la etnógrafa) es la relación que tienen el reino material y simbólico con la práctica de la actividad humana (ibíd. p. 18); la segunda es que el grado de adaptabilidad al medio dota incluso de un mayor valor al conocimiento kuna.

   De una manera análoga, los Achuar presentan formas de categorizar taxonómicamente la naturaleza que a un biólogo le parecerían irracionales (y que no tienen ninguna lógica aparente a no ser que se viva y comprenda el entorno desde dentro[16]), o bien, no distinguen las idealidades puras de los epifenómenos, sino que los consideran como dos niveles distintos de realidad (Descola, 1996: 140).

   Estas categorías de comprensión, o "de ordenar el cosmos a través de la especificación de los modos de comunicación que el hombre puede establecer con cada uno de sus componentes" están basados en eso precisamente, en el grado de comunicación o contacto que el hombre tiene con la naturaleza. Es debido a la íntima relación que los Achuar tienen con su medio que lo perciben como un continuum de facetas: naturaleza, sobrenaturaleza, sociedad animal y sociedad humana (Descola, 1996: 141). Entendemos que el pensamiento occidental opera de manera distintita: tiende a estar compartimentado (en disciplinas, en jerarquías, en campos de comprensión, en parcelas de hiperespecialización...) y nosotros, sus herederos, diferenciamos realidades de ficción, cuerpo de mente y naturaleza de cultura.

   Debido a esto es que tenemos que abordar de otra manera la asunción de lo sobrenatural. Los kuna suelen atribuir propiedades humanas a los espíritus asociados con recursos marinos de manera que, por ejemplo, procesos como la gestación y el nacimiento pueden ser afectados por ellos (ibíd. p. 12). Si aún buscamos la objetividad en las categorías como estas, significa que no estamos comprendiendo las condiciones estructurales de estas sociedades. Para los kuna, las características presentes en las entidades del mar se vuelven algo ubicuo; como la brujería para los azande, o para nosotros los efectos del mercado bursátil. Se entiende con esto que toda cultura está provista de una "filosofía natural con la cual explicar las relaciones entre hombres y los sucesos" y de formas de clasificar sus eventos (Evans-Pritchard, 1937:63-64).

   Entonces, si insistimos en comprender las relaciones conceptuales de otras culturas, no puede obviarse el contexto en el que se desarrollan. Tal como Geertz apunta, el conocimiento es "práctico, colectivo y fuertemente arraigado en un lugar determinado", así mismo, está basado en la inmediatez de la experiencia (Geertz en Luz, 2014: 306).

   Con lo anterior espero haber conseguido explicar que los criterios distintivos de la etnobotánica Achuar  pertenecen a un ordenamiento epistemológicamente distinto. Por otra parte, también quisiera hacer énfasis en las distintas vertientes científicas que han reconocido el valor de disciplinas no científicas en su acervo de conocimiento. Investigadores de toda índole (historiadores, cronistas, biólogos, antropólogos o etnoecólogos) han reportado multitud de aportaciones de distintas formas de comprender, adaptarse y vivir el mundo. Algunos de los casos citados es el aporte del conocimiento tradicional en la clasificación biológica de Linneo, el conocimiento agroecológico y agroforestal y las teorías sobre corrientes en los océanos (Reyes-García, 2009: 40-41).

   Estos trabajos nos abren un horizonte conceptual que da lugar a lo que se conoce como el giro ontológico, un ejercicio en el que se intenta inscribir la comprensión de la naturaleza en la cultura que la genera.

   Afortunadamente, la práctica etnográfica revela la variedad de estas ontologías. Lo que muchas demuestran tener en común es la no distinción entre el hombre que observa y lo observado. Es como si todo formara parte de la misma realidad, en la que el hombre se encuentra como una más de las de las asociaciones que imprimen en el mundo. Como expresa Descola sobre los Achuar, cada planta y cada animal se ven igualmente dotados "de una vida autónoma de muy humanos afectos" (Descola, 1996: 113).

   Una cuestión importante que se remarca desde estas etnografías es el funcionamiento racional (es decir eficaz) de estas concepciones. Desde los primeros trabajos de este tipo (hablo de la monografía de Evans-Pritchard sobre los azande) se observa que la cosmovisión es utilizada como mecanismo para explicar una realidad que se concibe como más compleja. Así, si un zande ve caer un techo devorado por terminas y culpa a la brujería no está ignorando las causas directas que han hecho desvencijar la madera, si no que relaciona las explicaciones de una esfera de comprensión con la experiencia empírica.

   Así mismo Philippe Descola, interpreta "[l]a antropomorfización de plantas y animales" como "un código metafórico que sirve para traducir [y quizá preservar] una forma de "saber popular" (ibíd. p. 137). Con esto podemos inferir el valor etnográfico de las creencias populares en la comprensión de sistemas simbólicos, mismas que deben ser puestas en situación con el contexto pragmático y ambiental[17].

   El giro ontológico, decíamos antes, nos lleva a una comprensión ampliada del entorno, así como a una revaloración de nuestros propios sistemas simbólicos. Veamos entonces cuál es el estatus que mantiene la distinción naturaleza/hombre de la que hablábamos al principio.


Sobre el "milagro griego"


   Los trabajos de autores como Descola o Latour apuntan al reconocimiento de otras formas de sabiduría, manejo de recursos y comprensión de la naturaleza pero también de comprensión de la realidad. En su análisis sobre pueblos amazónicos, Descola (1996: 132, 140) habla de distintos niveles de realidad que de ninguna manera están separados en "idealidades puras" si no que se ven integrados en un continuum de percepciones. Argumentos como estos ya comienzan a perturbar el orden eurocéntrico y antropocéntrico.

   De no ser por esta alteración a nuestra percepción de la realidad, el salto al perspectivismo no sería tan incómodo. Reconocer las representaciones indígenas implica la asunción diferentes mundos con sus respectivas concepciones del ser y la existencia (Viveiros de Castro, en Stolcke, 2001: 7-8).

   Si nos detenemos a examinar el mundo Achuar, vemos que no hay una distinción estable entre lo real y la quimera; para ellos, una es reflejo de la otra. Los seres de la naturaleza están ligados en un continuum en tanto que comparten una realidad ecológica. Descola abogará por esta forma de comprensión del medio aludiendo a que los Achuar han superado "la maldición solipsista de lenguajes particulares" y que estas personas logran comunicarse intersubjetivamente con plantas, animales y meteoros (!) superando barreras lingüísticas y haciendo de ellos sujetos productores de sentidos (Descola, 1996: 139).

   Este planteamiento es, cuando menos, sugerente; cabe detenerse un poco más él.

Ahí donde hay un hombre para apreciar naturaleza ya ha sido inventada la cultura.


   En su ensayo de antropología simétrica, Latour habla de la construcción de un mundo natural separado del social en un efecto parecido al que tuvo lugar cuando la cultura se desarrolla en el particularismo kroeberiano como algo superorgánico y aislado de la influencia de la naturaleza; es así como se construye lo que conocemos como el Grand Partage (Martínez, 2004: 3). Las nuevas corrientes antropológicas proponen disolver esta división incluyendo al hombre (y a la cultura que produce) en el complejo naturaleza-cultura, indisoluble y mutuamente influyente.

   Esta es la propuesta a la que Philippe Descola hace eco cuando centra el objeto de la antropología, ya no en la comparación entre culturas sino de la relación de los sistemas humanos con su medio, incluyendo humanos, no humanos, modos de categorización y relaciones energéticas (ibíd.).

   Para explicar cómo es que una epistemología tradicionalmente esencialista (la nuestra), que toma la parcelación del conocimiento como principal condición de la comprensión ha logrado ir incorporando estas nociones como válidas (quizá hasta como útiles) tengo que detenerme un momento en la línea que ha seguido la antropología ecológica[18]. Astrid Ulloa (2010: 9) retoma las tendencias para asumir la influencia ambiental: nos recuerda cómo la disciplina pasa de considerar al ambiente como determinante de la cultura a revertir la posición de los roles, es decir, invertir el vector y hacer de la cultura el determinante en el ambiente, para desembocar finalmente en una perspectiva ecosistémica: la suma de relaciones recíprocas.

   Si a esto se añaden los mundos híbridos de Latour, las aportaciones en torno al cuerpo y feminismo de Dona Haraway y las evidencias de la mutua interacción hombre-ecosistema que se observan en los problemas ambientales del Antropoceno, entendemos que existen fundamentos científicos para deconstruir y desmontar las dicotomías que hemos venido arrastrando en todo este ensayo.

   Con todo, sería muy ingenuo pretender que esta percepción inclusiva y abierta a otras cosmologías esté generalizada en el pensamiento occidental. De hecho, parece que ni siquiera ha permeado en las estructuras más influyentes. Más aún, se hace patente la tensión, oposición y conflicto entre los sistemas de producción industriales, generalizados en la dinámica global y aquellos de las pequeñas comunidades.

   Dicha tensión se observa en los incontables conflictos entre indígenas y Estados o multinacionales, en las que estos tienen mayores herramientas, influencia y poder para dominar los recursos de aquellos. Se podría añadir que la diversidad étnica, la diversidad en la agricultura y el valor simbólico de ambas está directamente enfocada contra la producción dominante (Toledo, en Acosta, 2007: 25) y que al mismo tiempo los ejercicios epistemológicos como el de todos los autores citados, operan en la negociación de significados de la que nos hablaba Arturo Escobar.

   Lo anterior me parece una condición importante en la construcción de otros mundos posibles[19] y de una epistemología más completa, autocrítica y comprensiva.

   No trataremos como parte de esta confrontación las ideologías políticas ambientales que atentan directamente contra los derechos humanos por ser un tema altamente sensible, pero sí me es importante señalar que una cosmovisión en la que prima la diferenciación de la Naturaleza como una esfera ajena y manipulable tiende a prácticas en las que ésta se apropia "como condición y necesidad para atender metas enfocadas al progreso perpetuo" (Gudynas, 2010: 287). Esta apropiación o mercadeo de la naturaleza requiere de una ideología profundamente arraigada que la respalde; considero que la Gran División es condición sine qua non para que en un sistema social tengan lugar procesos de dicha índole.

   Por último, diré que la gran aportación de la Antropología (sobre todo de la Antropología Ecológica) en este sentido es hacernos conscientes de la relación que existe entre nuestras ideologías, nuestras prácticas de subsistencia y sus consecuencias, aportando otras voces y otros contextos que pueden servirnos como referencia, acaso siendo una de las herramientas "para perpetuarnos y preservar aquellos sistemas vivientes a los cuales permanecemos indisolublemente ligados y de los cuales continuamos siendo definitivamente dependientes", como sugiere Roy Rappaport (1985: 290).

Conclusión


   La antropología ecológica ha registrado numerosas muestras del grado de adaptabilidad de las cosmologías indígenas. En palabras de Efraín Cruz Marín (2006: 26), estos "constituyen sistemas mucho más integrales respecto al conocimiento de las interacciones entre naturaleza y sociedad, que aquellos sistemas generados en el marco del utilitarismo".

   Para Efraín Cruz, los sistemas de conocimiento utilitario consideran que lo útil es verdadero, en oposición a los tradicionales para los que lo útil es bueno (ibíd.). La diferencia entre uno y otro es que los últimos están íntimamente ligados y son dependientes del entorno natural, lo que genera distintos parámetros en los criterios morales y éticos a aquellos generados en circunstancias en que la división del trabajo y  el parcelamiento del conocimiento han de alguna manera alienado el concepto de lo natural.

   Considero que este grado de distinción es el eje de la inconmensurabilidad entre lógicas de pensamiento expuestas así como el principal factor de confrontación entre ambos. Para mí es evidente que cuando una industria como Shell Oil Company decide hacer extracción de gas en lugares como Nigeria o Sudáfrica sigue la lógica utilitarista antes mencionada, incomprensible, insensata y errada desde el punto de vista de las poblaciones locales, que requieren del agua que queda contaminada en estos procesos (estoy consciente que esta parte fáctica de la realidad a penas se ha tratado en este ensayo teórico).

   Como se refleja en este caso (que es uno entre miles), las implicaciones del extractivismo frente a las poblaciones adquiere en el contexto contemporáneo dimensiones políticas de notable complejidad. Lo que en este ensayo ha sido abordado principalmente como una disertación sobre la epistemología occidental, en la vida de las poblaciones que se estudia se traduce en un constante enfrentamiento de dominación de recursos, territorio y derechos.

   Es fácil estudiar estas comunidades desde un ordenador con acceso a internet creyendo que la problemática ambiental y económica que ellos viven no nos afecta directamente. Sin embargo, Efraín Cruz nos recuerda que las comunidades indígenas no viven aisladas (como aquellas poblaciones en mitad de la selva a donde se aventuraban los primeros antropólogos) sino que forman complejos vínculos con la sociedad industrial (Cruz, 2006: 37), vínculos de intercambio y de manejo de recursos naturales que compartimos, generando efectos recíprocos tanto ambientales como políticos y, como hemos visto, ideológicos.

   Quisiera admitir, junto con Astrid Ulloa (2010: 22) que la línea entre naturaleza y cultura tiene una ruptura irreversible, o apelar a los ciclos de vida conceptuales de Dove para pensar que la distinción entre conocimientos indígenas y conocimientos legítimos terminará por volverse un concepto vacío e inservible, pero estoy consciente de que para que estas nuevas conceptualizaciones cristalicen en un sistema con efectos significativos, queda mucho trabajo que hacer. La inclusión de otras epistemologías en nuestro universo cognitivo es un proceso que suele caracterizarse por romper con convencionalismos de la manera de pensar hegemónica, lo que la hace, a priori, no del todo aceptable.

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[1] Sin ánimo de generalizar algo tan variado como la de noción de cultura occidental, utilizaré esta expresión para referirme la línea de racionalidad que se despliega a partir de la filosofía griega, legitimándose en la Ilustración y exportándose a todos los continentes en la época colonial como la mentalidad válida, racional y justa.
[2] En antropología este pensamiento se arrastra en prolongados debates sobre la relación y diferenciación entre naturaleza-cultura (nature-nurture).
[3] En la hipótesis de Janzen (en Cruz, 2006:21) se define la coevolución como un proceso sinérgico en el que una característica evolutiva de una población genera una respuesta de la misma índole en la segunda población.
[4] Las regiones megabiodiversas del mundo son Brasil, Colombia, México, Indonesia, Zaire, Madagascar, Australia, China, Perú, Ecuador, India y Malasia (Cruz, 2006:22), muchas de ellas puestas en peligro por políticas extractivistas empresariales o estatales.
[5] Cabe aquí la mención de que hace Arturo Escobar (1999) sobre los discursos conservacionistas, que tienden a ser asumidos desde corrientes hegemónicas y apropiarse conceptos como biodiversidad o naturaleza como estrategia de control de recursos.
[6]   Astrid Ulloa (2010: 20-21) habla de la existencia de lo híbrido, terrenos en los que la división entre natural y lo humano se difuminan en nociones como alimentos transgénicos, zoológicos o el petróleo que incorporan al mismo tiempo el elemento de naturaleza como el de la transformación por la mano del hombre. Otros ejemplos sobre esta hibridación que difumina los límites están estudiados por Beatriz Santamarina (2009) referente a las reservas y parques naturales, o en torno al cuerpo por Donna Haraway (1991).
[7] Walter Mignolo (2001) explica que este proceso de colonialidad, es decir, de apropiación de las culturas, sus economías y epistemologías por un sólo modelo hegemónico, es la clave de la modernidad.
[8] Utilizo estos términos para ilustrar una posible concepción de las regiones bárbaras, recordando que este término se utiliza para designar a todo lo extranjero, desconocido. Beatriz Santamarina (2009) señalará que es este discurso de habitar lo salvaje, con el que poblaciones enteras de indios fueron expulsados de sus territorios.
[9] En un contexto más cercano, podemos hablar de las asociaciones de cooperación al desarrollo, que están poniendo en marcha procesos políticos que se oponen directamente a ciertos mecanismos de desarrollo industrial neocolonialista. Así, se logra dotar de legitimidad institucional a voces que denuncian la violación de derechos humanos. Algunas que ejercen este papel en Catalunya son la Associació Catalana per la Pau (ACPAU) y la Taula Catalana por Colombia.
 [10] Aquí se observa la utilidad de la antropología como potente herramienta para explicar cómo construimos nuestros propios marcos de entendimiento.
[11] Uno de los ejemplos que se me ocurre traer a colación es la Cumbre contra el cambio climático celebrada en Marrakech actualmente. Este es un lugar de negociación de demandas ambientales y aplicaciones políticas pero también es una arena en la que se disputa la creación de modelos conceptuales que redefinen la realidad ecológica. Por un lado están las voces proteccionistas que impulsan a continuar con los acuerdos firmados en París el año anterior y por otro están los discursos negacionistas como el del próximo dirigente norteamericano. Estos discursos tienen la particularidad de convertirse en políticas capaces de afectar las realidades ambientales de poblaciones de todo el planeta.
[12] Desde este argumento podemos preguntarnos si (todavía a estas alturas) seguimos asumiendo el estudio de los pueblos indígenas como si de culturas primitivas se trataran. Parece que, efectivamente, al oponer el conocimiento científico al del otro, el resultado es restar sentido de validez o incluso de racionalidad al segundo.
[13] El autor utiliza el término aludiendo a la concepción que tiene de éste Lévi-Strauss.
[14] Este caso nos hace percibir, además, el valor que tiene el método antropológico para acercarnos a realidades pragmáticas con la capacidad de validar (o invalidar) supuestos teóricos.
[15] El caso que propone Rufino Acosta como ejemplo nos parece muy pertinente: las semillas como realidades materiales que portan todo un universo cultural (Acosta, 2007:3).
[16] El uso de categorías supragenéricas como "pajaritos", "caza", "peces grandes" y "pescados menudos" es sólo uno de los muchos ejemplos que ofrece Descola (1996).
[17]  Mónica Martínez (2004:19) también destaca el valor de los tabús, los miedos y los mitos en la comprensión de estos sistemas simbólicos.
[18] Es verdad que dentro de las disciplinas científicas la antropología se manifiesta como una de las más inclusivas, abiertas o hasta radicales; sin embargo, considero que esto no la imposibilita para funcionar como un "termómetro" de la ideología de su tiempo en tanto que responde a los movimientos sociales activos en cada momento. Una muestra de esta relación con las esferas pragmáticas es la influencia que tuvieron los movimientos ambientalistas y feministas para repensar nociones como cuerpo o naturaleza.
[19] Para seguir citando al antropólogo colombiano.

Sobre el terror y cómo se propagan las ideas



Reflexiones sobre el ritual, la memoria implícita y el conocimiento corporizado


   Hay un artículo de Harvey Whitehouse que toca dos elementos que quiero tratar respecto a la reproducción de la cultura: la transmisión corporizada de las ideas (como parte de la corriente de fenomenología de la percepción propuesta por Merleau-Ponty) y los mecanismos de selección, aislamiento y reproducción de ideas en el ritual.

  El caso de los rituales cargados de vivencias profundamente chocantes servirá para ilustrar la reproducción cultural a través de una experiencia de comunidad, solidaridad, valores e ideas. En este caso, el terror será una condición sine qua non para que el gran complejo de elementos culturales se transmita exitosamente entre los participantes.

   Empezaré por resumir el postulado propuesto por Whitehouse en "Rites of terror: emotion, metaphor and memory in Melanesian iniciation cults" para después ir conectándolo con referentes teóricos de dos perspectivas aparentemente separadas: la cognitivista y la fenomenológica. Intentaré explicar los elementos de esta etnografía que pueden funcionar como eslabón entre dichas posturas.

Goya sabía que sus cuadros inspiran más emociones que varios tratados antropológicos juntos.

Ritos del terror


   En el artículo mencionado, Whitehouse se basa en conceptos clave de la antropología cognitiva: la metáfora como resultado de la capacidad de metarrepresentación y la memoria, anclada en los esquemas mentales previos y maximizada a raíz de los impactantes eventos experimentados.

   Con todo, el elemento clave, fundamental para anclar estos dos conceptos en la mente del participante, es la emoción. Se trata del efecto traumático que tiene lugar en el rito a través de distintas manipulaciones del cuerpo; cuando el iniciado participa en un acto donde, por ejemplo, se le queman los antebrazos, se perfora el tabique o se corta el pene hasta hacerlo sangrar y ve cómo se ejecutan estos actos sobre sus compañeros se activa la memoria implícita, capaz de almacenar detalles y datos en una forma más vívida que en el común de los eventos que vive.
  
   Whitehouse explicará este fenómeno en otro artículo, donde habla sobre la memoria episódica. Los rituales que son raramente realizados y que estimulan enormemente al individuo tienden a producir un efecto selectivo de almacenaje masivo de la información que contiene la escena, denominará a esto como flashbulb memory (Whitehouse, 2004:71).

   En el ritual estudiado es el terror lo que activa la memoria implícita, el participante no es consciente pero retiene con enorme precisión detalles sobre los participantes, los actos y la sensaciones, que se quedan grabados en una memoria que permanece vívida a largo plazo. Estos recuerdos perduran porque su intensidad los hace pasar por diversos filtros de selección; pero los mismos eventos, de realizarse frecuentemente, perderían efectividad. La memoria implícita tiene además la peculiaridad de despertar en el individuo lo que se conoce como Reflexiones Exegéticas Espontáneas (SER[1]), donde se reciben revelaciones o una especie de inspiración personal dadas las condiciones raras y enardecidas (Whitehouse, 2004: 72).
  
 Aludiendo a Durkheim podemos decir que el entendimiento religioso (el que dota sentido al mundo) se deriva de este tipo de actos, de modo que las flashbulb memories pueden interpretarse como mecanismos cohesionadores con distintas funciones: en primer lugar, tienen la particularidad de guardar en la escena recordada a los individuos participando el ritual (con lo que se refuerza la identidad grupal); así mismo, la naturaleza espeluznante de la iniciación genera solidaridad entre los participantes favoreciendo un ethos igualitario (Whitehouse 1996: 711-712).

   Pero el estado extático de las iniciaciones que estudiamos tiene otra peculiaridad, resaltada por Maurice Bloch cuando menciona que el valor la actividad religiosa no se limita a afianzar las comunidades imaginadas en torno a ella, sino que será una manifestación de la capacidad exclusiva de los humanos modernos[2]: la capacidad de imaginar otros mundos (Bloch, 2010:2).


Lo trascendental


   Bloch distinguirá entre dos realidades que coexisten en el acto religioso: la sociedad transaccional, la organización social que compartimos con otros primates traducida en intercambios e interacción; y la sociedad trascendental, o bien, la estructura social entendida como el sistema de roles, distinción de géneros, de generaciones, de filiación a un linaje, etc. Esta última no sería posible sin la capacidad de imaginación, y para seguir abundando en ella hemos de recurrir a Dan Sperber.

   Todo este sistema de estatus y roles imaginarios se desprende de la habilidad de metarrepresentación, una capacidad cognitiva en la que la mente puede integrar información que no comprende por completo sobre esquemas anteriores, siempre que estos estén bien formados construyendo una base sólida.

   Así, cualquier estructura, con sus funciones transaccionales propias, se entreteje con una segunda red de significaciones (trascendental), que incluye un sistema jerárquico imaginario que afecta indirectamente a la primera, todo basado en un sistema metarepresentativo en el que podemos relacionar dos sistemas de comprensión (un ejemplo de esto se puede ver en el efecto de los rumores en la reputación de una persona; la representación pública de este individuo puede afectar de manera efectiva sus relaciones transaccionales aunque esta misma no sea un hecho transaccional).

   Dicho esto, entendemos que el papel de la metarrepresentación en la estructura social es generar una comunidad imaginada que afecta a la sociedad transaccional, pero también incide en la asimilación individual del ritual.

 El abandono a la creencia en lo trascendental

 

   En "Ritual and Deference"[3], Bloch (2004a:127) explica que esta facultad sirve a manera de catalizador para realizar concesiones en el esquema cognitivo. Este proceso de deferencia implica cierto abandonamiento de la razón para dar cabida a nuevos elementos en la estructura mental.

   De esta particularidad de irracionalidad de ritual se desprenden dos cosas: 1) No es necesario entender algo para constatarlo como verdad (ibíd. p. 126) y 2) La información que se transmite en el ritual contiene significados profundos pero difíciles de decodificar en virtud del canal en que se expresan.

   La experiencia del ritual insufla en los participantes cargas simbólicas que ellos mismos muchas veces no son capaces de expresar (lo que se traduce en los numerosos problemas que experimenta el etnógrafo al enfrentarse con la vaguedad de los significados transmitidos -muchas veces, ni el entrevistado entiende el significado de los elementos más importantes). Es muy complicado que un participante se dé a la tarea decodificar un ritual, precisamente porque no está hecho para transmitir mensajes decodificables.

   Del primer punto entendemos que la facultad de metarrepresentación es necesaria para sostener sistemas de creencias prescindiendo de la racionalidad. Para abordar el segundo, es decir, los canales por los que la información se transmite, es necesario utilizar otros referentes teóricos. Es en este punto donde quisiera trazar el puente con la fenomenología, para ello me valdré de algunos postulados expresados por Merleau-Ponty y Tim Ingold.


Conocimiento corporizado


   El lector podrá objetar a mi pretensión de vincular el trabajo de Whitehouse y Bloch con la fenomenología una observación que el propio Ingold señala: se distingue esta rama de la antropología cognitiva porque la última se enfoca a los modelos culturales (o categorías) desde un anclaje en la ontología cartesiana, separando la actividad entre mente y cuerpo (Ingold 2000:165), mientras que la fenomenología de Merleau-Ponty y el trabajo de Ingold se ha enfocado en cómo se disuelve dicha distinción. Pero mi afán no es resolver aquí debates filosóficos sobre la percepción y los fenómenos cognitivos, tampoco pretendo inferir que los autores que trato muestren indicios de abandonar el dualismo cartesiano, lo único que quisiera expresar es que el artículo tratado puede ser visto como uno de los numerosos casos en los que el estudio etnográfico ofrece vías para entender cómo se transmite el conocimiento -o una parte de la cultura.

   En su libro The perception of the environment, Ingold, intenta hacernos partícipes de una visión ecológica del pensamiento humano, una en la que la conciencia no nace de la objetivación de lo que se observa sino de la coexistencia entre lo percibido y lo que percibe. Encuentro en la condición del terror del ritual melanesio una relación con esta conciencia del mundo; los procesos descritos Whitehouse se explican específicamente a partir de la situación de être au monde defendida por Merleau-Ponty (que también podríamos llamar dwelling, si hacemos referencia a Ingold, o embodiment según Csordas).

   Es importante recordar (una vez más) que el pensamiento moderno se caracteriza por la distinción cartesiana entre el pensamiento y el objeto, entre lo que se percibe y lo que es. La inflexión fenomenológica (resumida groseramente) propone algo distinto, que el objeto no tiene una existencia objetiva, sino que su existencia parte de la experiencia que un sujeto hace de ella.

   Merleau-Ponty llevaría la fenomenología de Husserl al campo de la percepción, instalando al sujeto en el cuerpo. No quiere decir que el sujeto (aquel que conoce) exista dentro del cuerpo; es más bien que el sujeto no es sin su cuerpo, el sujeto de la conciencia es su cuerpo (Rainville, 1988: 18). Con esto se rechaza la idea de que la razón venga a posteriori, gracias a la percepción, sino que la razón es una concepción que se integra a partir de la experiencia del sujeto (que es el cuerpo).

   Como he señalado más arriba, estas nociones, claves de esta rama de la filosofía, desembocan en una comprensión trascendental del campo del fenómeno, en donde el ser se sustituye por nociones correlativas de la conciencia de objeto[4] (ibíd. p. 76), y no creo que el trabajo de Harvey Whitehouse apunte en absoluto en esa línea. Tampoco creo que con su exposición sobre los ritos melanesios esté confiriendo al cuerpo del papel central que le adjudica Merleau-Ponty en la conciencia; en ningún momento se infiere que la experiencia vivida sea crucial para la conciencia del self y menos aún para la existencia del grupo. Sin embargo, considero que el valor de algo tan subjetivo como el terror es justamente catalizar funcionamientos cognitivos, de modo que, por lo menos en este caso, se está primando la experiencia del sujeto en la formación de su conciencia[5].

   Me atrevo a afirmar que esta tendencia a explicar la psique a través de la experiencia viene desde la Antropología particularista norteamericana. Con todas las variables posibles, esta corriente ha encontrado actualmente anclajes en la teoría de la práctica de Bourdieu y en la psicología ecológica de James J. Gibson.

   Creo que el trabajo de estos dos últimos autores ha sabido salvar brechas entre dominios que se habían considerado como incompatibles y que, de una manera análoga y paralela, las últimas aportaciones de las ciencias cognitivas están volcando su atención a la adquisición experiencial del conocimiento.
  
   Por su parte, Dan Sperber no hace sino conjugar los hechos culturales con los procesos del pensamiento al explicar la transmisión de la cultura a través del contagio de representaciones;  así mismo, Maurice Bloch apunta que lo que se expresa sin palabras es parte del significado que dota de sentido a la cultura y por último, el artículo propuesto de Whitehead pone en relevancia el papel de la experiencia individual en la transmisión de conocimiento cultural.


Conclusión

   La Antropología incluye en su metodología la observación de dos esferas que suelen considerarse como separadas: la representación cognitiva y la vivencia de hechos sociales, lo que la coloca con una perspectiva particular para entender ciertos mecanismos transmisión del conocimiento. Esta posición ha llevado a distintos autores de la disciplina (desde Bateson y Deleuze hasta Ingold) a cuestionar el dualismo cartesiano conocido también como "la grande partage".

   Tim Ingold, uno de los exponentes más representativos de esta tendencia, defiende una postura fenomenológica que intenta comprender los procesos cognitivos como la interacción entre quien percibe y lo que es percibido por medio de mecanismos que confieren un papel fundamental al cuerpo y a la experiencia.

   La antropología cognitiva, por su parte, se ha dedicado a dilucidar cómo se organiza el conocimiento, y para hacerlo ha debido recurrir a ciertas experiencias sensoriales o psicológicas del individuo. El caso específico del estudio de Harvey Whitehouse se propone explícitamente como un nexo entre procesos psicológicos y sociológicos, donde la formación de conceptos, los sentimientos y la memoria se ligan directamente al ethos social (Whitehouse, 1996: 713), y muchas de las explicaciones allí ofrecidas no se entienden sin contemplar la experiencia del sujeto consciente.

   Sería muy arriesgado considerar que de estas experiencias trascendentales[6]surge efectivamente la conciencia del sujeto o el ethos social.  Sin embargo, si el rito tiene la peculiaridad de reproducir cultura en forma de "orgias de deferencia de la conciencia" (Bloch, 2004: 136) resulta ilógico buscar los significados en la razón; acaso sea necesario pensar su exégesis de otra manera, quizá apelando a la correlación de nociones que se intercambian entre agentes. Para dicho efecto, Ingold (2000: 264) nos trae una pista (no sabemos si atinada o no) desde la fenomenología: lo que se transmite en el ritual no se percibe en las cosas que allí pasan, sino en lo que pasa entre ellas.

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[1] Spontaneous exegetical reflection.
[2]Con esto se refiere la adaptación neurológica que sufre el Homo sapiens sapiens en la revolución paleolítica.
[3]Se trata de un capítulo del libro Ritual and Memory publicado justamente por Whitehouse, donde M. Bloch refiere a los dos mecanismos de transmisión del conocimiento en el ritual propuestos por su editor: el imaginario y el doctrinal, sugiriendo que a pesar de que las vías sean distintas no implican una actividad exegética distinta (Bloch, 2004:66).
[4] En otras palabras, el ser no está allí fuera sino que es a través de la interrelación entre sujetos que perciben.
[5] Si tradujéramos esta afirmación al lenguaje fenomenológico quizá podríamos decir que es esta experiencia originaria la que dota de sentido al sujeto del conocimiento.
[6] Uso la expresión propuesta por Bloch como lo que se transmite no transaccionalmente en el ritual.